Lucas hace notar que hubo dos manifestaciones sobrenaturales en ese tiempo. La primera fue que el sol se oscureció. Esto aclara la razón de la oscuridad sobre toda la tierra, a la que se hizo referencia en el versículo anterior. Durante esas tres horas que duraron las tinieblas, el Hijo de Dios, guardó silencio. Ninguna palabra, ningún lamento, ninguna expresión. Estaba sumergido en la profundidad del cieno de nuestro pecado y Dios le trataba como lo que era, sacrificio expiatorio por el pecado del mundo. La muerte espiritual le había alcanzado y el Señor, en el silencio ya profetizado, era como “cordero llevado al matadero, enmudeció y no abrió su boca” (Is. 53:7). Nadie podrá entender jamás la dimensión de esas horas de tinieblas y de silencio en la Cruz. Será luego de este tiempo, cuando ya la luz volvería a brillar, que el Señor comenzaría a recitar el Salmo 22, aunque lo único que se registra en los paralelos son las primeras palabras del primer versículo, que Marcos recoge en arameo: =Elwi, =Elwi, lema sabacqani, que como traduce seguidamente significa “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?” (Mr. 15:34).
El texto de Lucas en la brevísima precisión del sol que se oscurece, conduce el pensamiento del lector al núcleo de la Cruz. En ese tiempo de silencio, el Salvador estuvo soportando y experimentando la dimensión de lo que significa la sustitución en la muerte espiritual. Todas las ondas y las olas del juicio de Dios cayeron sobre Él (Sal. 42:7). Entró en la experiencia del pozo de la desesperación y del lodo cenagoso, donde no podía hacer pie (Sal. 40:2). En ese tiempo fue hecho maldición para que los que estaban bajo maldición por el pecado, pudiesen llegar a ser hechos benditos de Dios en Él (Gá. 3:13). Dios permitió que Su Hijo fuese quebrantado por nosotros (Is. 53:10). La dimensión suprema de esta situación la alcanzó por el desamparo del Padre. El tema de la muerte espiritual de Cristo, se ha estado considerando antes, en relación con Getsemaní. Es suficiente con hacer una corta referencia al cumplimiento histórico-temporal de la experiencia de la muerte espiritual del Señor. Lucas y los otros evangelistas guardan silencio sobre lo que ocurrió durante las tres horas de tinieblas. Durante ese tiempo, corto para el hombre, pero largo para el Salvador, entró en el mayor de los sufrimientos espirituales, cuya intensidad puede ser comparada con algo propio del infierno. No se puede entender esa dimensión, ni tan siquiera aproximarse a ella, sin tener en cuenta la santidad esencial del Señor. Es decir, el pecado que llevaba sobre sí en el tiempo de la Cruz, no le afectó ni contaminó personalmente (1 P. 2:24). Esto es, quien moría en la Cruz era tan Santo en el tiempo de Su sacrificio como lo fue en la eternidad, cuya santidad fue proclamada en la adoración de los querubines ante Su trono de gloria (Is. 6:1-3). Por otro lado debe tenerse en cuenta el amor eterno del Padre, del que dio testimonio durante el ministerio de Jesús (3:22), y en la transfiguración (9:35). En la Cruz era amado porque además ponía Su vida voluntariamente por los pecadores (Jn. 10:17), de modo que aquel sacrificio era agradable a Dios por ser de disposición divina (1 P. 1:18-20). Sin embargo, durante aquellas tres horas de tinieblas, el Padre le desamparó, haciendo que Su amado Hijo, experimentase una situación espiritual a la que jamás ser alguno ha llegado.
Las tinieblas ocultan a los ojos de la creación el insondable misterio de la gracia, manifestado en el sufrimiento y en la muerte espiritual del Creador (Jn. 1:3; He. 1:2, 3), experimentando el desamparo del Padre a causa del pecado del mundo. Desamparo es una palabra más fuerte que abandono. Abandonar significa alejarse del que necesita ser ayudado; desamparar significa estar a su lado, oír su clamor, sentir su sufrimiento y no extender una mano para salvarle. Como decía Lutero, el misterio es tan grande que nadie podrá entenderlo jamás: “Dios, desamparando a Dios, ¿quién podrá entenderlo?”. Durante la angustia el Señor guardó silencio, pero al final del tiempo de tinieblas, cuando llegó la hora novena y la luz volvió nuevamente, es cuando Jesús recitó el Salmo 22, del que los Evangelios, registran las palabras del primer versículo. En el texto hay formulada y así se traduce generalmente, una pregunta: “¿Por qué me has desamparado?”, sin embargo, pudiera muy bien tratarse de una exclamación de asombro, que exigiría traducirlo en medio de admiraciones: “Dios mío, Dios mío, ¡para que me has desamparado!”, como si el Señor dijese: Ahora entiendo el plan y ahora siento el disfrute de la solución que has dado a mi petición. Jesús había pedido al Padre que si fuese posible pasara de Él aquella angustia que le producía tener que apurar la copa del juicio de Dios, que comprendía el desamparo del Padre. No hubo opción si debía haber salvación. Era necesario que el Siervo de Dios ocupara el lugar nuestro y sufriera “nuestras rebeliones” (Is. 53:5). Era el cumplimiento de las palabras de Juan el Bautista: “El Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29). Aquellas tres fueron las horas de sufrimiento de la Deidad. En ese tiempo Jesucristo estaba expiando potencialmente el pecado del mundo, para poder redimir virtualmente a todos los pecadores que creyesen en Él. Estaba llevando sobre sí la carga del pecado y debía asumir la responsabilidad penal que comportaba, de manera que tenía que gustar la muerte física y la muerte espiritual en una obra de sustitución (Gn. 2:17; Ro. 6:23). Esa experiencia había estado presente cuando respondiendo a dos de Sus discípulos que querían sentarse a la derecha y a la izquierda de Él en el reino les habló del “bautismo con que sería bautizado” y de la “copa que tendría que beber” (Mt. 20:22; Lc. 12:50). El Salvador tenía que ser sustituto individual de cada uno de los creyentes. La muerte espiritual, como se ha dicho anteriormente, es el estado de separación entre el hombre y Dios a causa del pecado. Es interesante apreciar que la referencia al desamparo, en las palabras del Salmo que pronunció al final de las horas de tinieblas, están en tiempo pasado, lo que indica una acción totalmente concluida. Cuando con voz potente recita las palabras del Salmo, se había producido ya el estado de desamparo, de separación, de interrupción de la comunión con el Padre, no por Su pecado, que no lo tuvo jamás, sino a causa del nuestro, del que se hacía solidario para satisfacer las demandas penales que la justicia de Dios había establecido. Esa era la experiencia propia del infierno en la muerte espiritual. Sin esa obra no habría salvación para ninguno de los pecadores. En ese sentido escribe Calvino:
“Nada hubiera sucedido si Jesucristo hubiera muerto solamente de muerte corporal. Pero era necesario a la vez que sintiese en su alma el rigor del castigo de Dios, para oponerse a su ira y satisfacer a su justo juicio. Por lo cual convino también que combatiese con las fuerzas del infierno y que luchase a brazo partido con el horror de la muerte eterna. Antes hemos citado el aserto del profeta, que el castigo de nuestra paz fue sobre Él, que fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados (Is. 53:5). Con estas palabras quiere decir que ha salido fiador y se hizo responsable, y que se sometió, como un delincuente, a sufrir todas las penas y castigos que los malhechores habían de padecer, para librarlos de ellas, exceptuando el que no pudo ser retenido por los dolores de la muerte (Hch. 2:24). Por tanto, no debemos maravillarnos de que se diga que Jesucristo descendió a los infiernos, puesto que padeció la muerte con la que Dios suele castigar a los perversos en su justa cólera”[1].
Considerar las horas de tinieblas es entender que Jesús sufrió en la Cruz la maldición del pecador. No se trató simplemente de sufrir una muerte física, sustitutoria y solidaria, sino que el Hijo de Dios, nuestro Salvador, fue sumergido en los dolores, angustias, desamparo, castigo, aflicciones y responsabilidades penales que son fruto de la maldición y de la ira de Dios, la cual es también principio y causa de la muerte espiritual (Gá. 3:13). El pecador, a causa de su pecado, está bajo la maldición de la ley. Esa es una carga espiritual que conduce a la muerte eterna (Is. 53:6). Es un aspecto legal contrario, que comprende la carga del pecado personal, el acta de decretos que era contraria, y la acción de las fuerzas de maldad (Col. 2:13-15). En la operación salvadora de la Cruz, Jesús nos redimió, liberándonos de la responsabilidad penal que determinaba la ley, pagando hasta extinguirlo el precio de nuestras maldades. Siendo nuestro sustituto tenía que ser también “hecho por nosotros maldición”, ocupando nuestro lugar en plenitud. Allí, en el oficio de sustitución, nuestros pecados le fueron imputados a Él, es decir, “puestos sobre Él” (Is. 53:6, 12; Jn. 1:29; 2 Co. 5:21; Gá. 3:13; He. 9:28; 1 P. 2:24). Es interesante un párrafo de Agustín de Hipona, en el que refiriéndose al sacrificio sustitutorio del Señor dice: “Uno y el mismo es verdadero Mediador que nos reconcilia con Dios por medio del sacrificio redentor, permanece uno con Dios al cual lo ofrece, hace que sean uno en Sí mismo aquellos por quienes lo ofrece, y Él mismo es justamente el oferente y la ofrenda”[2]. Dios salva al pecador creyente de Su propia ira, haciéndola descargar sobre Dios mismo en la Persona del Salvador, que siendo hombre, puede sustituir al hombre pecador, y siendo Dios puede aportar el precio infinito de nuestra redención. En la Cruz extingue absolutamente la pena por el pecado a favor del creyente para que toda condenación quede anulada para quien crea (Ro. 8:1). Una aparente contradicción se establece en el hecho de que Jesús, el Hijo de Dios, fue hecho maldición, pero sin pecado (Is. 53:9; Jn. 4:46; 2 Co. 5:21; 1 P. 1:19). Aquí está el núcleo de la doctrina de la sustitución, rechazada por los humanistas como la teología del escarnio, pero una verdad revelada en toda la Escritura (Ex. 12:13; Lv. 1:4; 16:20, 22; 17:11; Sal. 40:6-7; 49:7-8; Is. 53; Mt. 20:28; 26:27-28; Mr. 10:45; Lc. 22:14-23; Jn. 1:29; 10:11, 14; Hch. 20:28; Ro. 3:24, 25; 8:3, 4; 1 Co. 6:20; 7:23; 2 Co. 5:18-21; Gá. 1:4; 2:20; Ef. 1:7; 2:16; Col. 1:19-23; He. 9:22, 28; 1 P. 1:18-19; 2:24; 3:18; 1 Jn. 1:7; 2:2; 4:10; Ap. 5:9; 7:14). En todo esto Jesús fue colocado durante las tres horas de tinieblas. El Hijo de Dios descendió a los infiernos para que el pecador creyente fuese colocado con Él en el cielo (Ef. 2:6). Este descender a los infiernos, que presenta el llamado credo apostólico, no quiere decir que el Señor fue a algún lugar distinto al que estaba, sino que el infierno con toda la dimensión de su angustia, consiste en la separación real del hombre y de Dios eternamente. Alguien podría decir que entonces, Jesús no experimentó el infierno puesto que este es un estado perpetuo y la experiencia de la Cruz durante las tinieblas fue de tres horas. Nadie puede dejar de entender que la experiencia de la Cruz se mide en relación con Dios, que es eterno, de modo que un solo instante del hombre, es suficiente para la experiencia en el plano de la deidad. Jesús experimenta esa separación básicamente en Su naturaleza humana, pero, en cualquier caso, es una dimensión infinita puesto que la naturaleza humana de Jesús, es la del Verbo eterno encarnado. En las horas de tinieblas, cuando la ira de Dios descendió sobre el inocente Salvador, cuando las olas y las ondas del juicio por el pecado cayeron sobre quien es hecho sacrificio expiatorio, se consuma la experiencia de la muerte espiritual sustitutoria que el Salvador lleva por los creyentes en la Cruz. Eso permite entender la dimensión del texto de Hebreos, en donde el autor afirma que kaiV eijsakousqeiV» ajpoV th`» eujlabeiva» “fue oído a causa de su temor reverente” (He. 5:7). Jesús fue oído cuando oró con clamor y lágrimas, no para ser eximido de la muerte, sino para no ser ahogado en ella como si fuese un pecador, ya que en ella sustituía y representaba al perdido.
Todavía hay algo más que considerar. Nada más angustioso para el hombre que saber que Dios le ha desamparado. No hay abismo más profundo ni situación más abrumadora que sentirse alejado de Dios, de modo que no le oye, aunque le invoque. Esa es la experiencia del Crucificado: “Dios mío, clamo de día y no respondes; y de noche, y no hay para mí reposo” (Sal. 22:2). Aún decía: “¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor?” (Sal. 22:1b). ¿Cómo es posible entender este misterio “tan lejos”, de Su salvación y tan cerca de Él, como que estaba en Él reconciliando consigo al mundo? (2 Co. 5:19). Reconciliar es un término que expresa la idea de un cambio de posición. No es el mundo que se reconcilia con Dios, sino Dios que reconcilia consigo al mundo. A causa del pecado el mundo estaba en enemistad con Dios; habían puesto a Dios a sus espaldas y caminaban en camino de muerte. Jesús, en cambio, permanece en abierta y eterna relación y comunión con el Padre, en el seno trinitario y en el mundo, en la historia humana de Dios, viviendo siempre “frente” en el sentido de unión y comunión (Jn. 1:1). En la Cruz, el Padre coloca a Jesús en el lugar del mundo, esto es, a Sus espaldas y al ocupar Cristo ese lugar, el mundo queda situado frente a Dios, permitiéndole alcanzarlo con el mensaje de salvación que encomienda ahora a los reconciliados con Él (2 Co. 5:20). Pero, esta bendición para nosotros, supuso la mayor agonía para el Salvador. Aquel que había dicho que nunca estaba solo porque el Padre estaba con Él (Jn. 16:32), en la Cruz Su Padre no respondía, sino que lo había dejado en manos de Sus adversarios y mucho más, en la experiencia de gustar la muerte por todos (He. 2:9).
Al final de ese tiempo de soledad y desamparo, cuando ya la luz volvía, luego que las tinieblas velasen la soledad del Salvador, la voz poderosa del Crucificado, inicia la recitación del Salmo. Las palabras del primer versículo suenan en el entorno del Gólgota: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?”. Ese por qué, no expresa la idea de por qué causa, sino para que fin. No se trataba de una expresión de ignorancia personal frente a un sufrimiento que se producía no por causa del que lo soportaba, era el grito de triunfo en manifestación de la admiración que se manifestaba en Su naturaleza humana por el modo como el Padre había oído Su oración hecha con gran clamor y lágrimas y lo había librado de la experiencia de la muerte espiritual antes de que se produjese Su muerte física. El desamparo era la puerta abierta para amparar a los que por condición solo podían esperar el perpetuo desamparo de Dios. Ante esto surge la pregunta: ¿En qué sentido desamparó el Padre al Hijo? La única respuesta válida es que no lo sabemos. Hay silencios en Dios que no serán revelados a los hombres, por lo menos en el tiempo actual. Es necesario guardar también silencio, para quedar sobrecogidos y admirados de una manifestación de amor en una dimensión incompresible. Es verdad que toda la experiencia de la muerte espiritual se hacía sensible en la naturaleza humana del Verbo encarnado que se manifestaba con todas las limitaciones propias de la criatura, pero, no es menos cierto que esa naturaleza subsiste en la Persona Divina del Hijo, por tanto, el gran misterio de la relación e intercomunicación de propiedades de ambas dos naturalezas en la Perona Divina del Verbo eterno, alcanzan aquí límites que son insondables para el intelecto humano. Pero, con todo, no podemos dejar de apreciar que Aquel que es sin pecado, sufrió en Él el pecado del mundo, que comprendía también la muerte espiritual, consistente en la ausencia de la comunión con Dios, no por Su pecado, sino por el nuestro. De ahí la admiración de las palabras del apóstol Pablo: “fue obediente hasta la muerte” (Fil. 2:8).
No debe olvidarse el hecho admirable de la reconciliación. Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo (2 Co. 5:19). En esa situación se produce esa reconciliación. El Hijo estuvo siempre frente al Padre, en una eterna e infinita relación de amor y comunión (Jn. 1:1). Por causa del pecado, el mundo se había colocado a espaldas de Dios, sin mérito alguno para disfrutar de Su beneplácito y mirada de comunión. En la Cruz, Dios da espaldas a Su Hijo, y el mundo queda en posición frente a Él para salvación. En eso se produce la reconciliación, que es un cambio de posición en relación con Dios (2 Co. 5:18-19). No es el mundo que se reconcilia con Dios, sino Dios que reconcilia consigo al mundo. Él había sido desamparado para que Dios pudiese amparar a los que por su condición no merecían ser amparados, como escribe Lenski:
“Debemos notar la diferencia entre el Getsemaní y el Gólgota. En el jardín de Getsemaní Jesús tiene un Dios que le oye y le fortalece; en la cruz este Dios parece haberle vuelto la espalda completamente. Durante estas tres negras horas Jesús fue hecho pecado por nosotros (2 Co. 5:21), fue hecho maldición por nosotros (Gá. 3:13), y así Dios le volteó completamente la espalda. En Getsemaní Jesús lucho consigo mismo y llegó a la decisión de hacer la voluntad del Padre; en la cruz luchó con Dios y sencillamente soportó. Él clama a Dios con su fortaleza moribunda y ya no ve en él al Padre, porque un muro de separación se ha levantado entre el Padre y el Hijo, a saber, el pecado del mundo y la maldición que ahora pesa sobre el Hijo. Jesús tiene sed de Dios, pero Dios se ha alejado. No es el Hijo quien ha dejado al Padre, sino el Padre al Hijo. El Hijo clama al Padre y Dios no le responde.
Nadie puede en realidad saber exactamente lo que significa el que Dios haya abandonado a Jesús durante esas terribles tres horas. Lo más que podemos esperar para llegar a la penetración de este misterio es el pensar en Jesús completamente cubierto con todo el pecado y maldición del mundo; y cuando Dios vio así a Jesús, se alejó de Él. El Hijo del Hombre llevó nuestro pecado y su maldición en su naturaleza humana, pero en ésta solamente como unida con y fortalecida por la naturaleza divina. Es por esto que Jesús clamó mi Dios, y no mi Padre. Pero el posesivo mi es importante. Aunque Dios le haya volteado las espaldas y se haya alejado de Él, Él le llama y se apega a Él como Su Dios”[3].
El juicio de Dios había caído sobre el Hijo para liberar a quienes lo merecían por condición y acción (He. 12:29). Jesús fue sacrificado por nuestros pecados (1 Co. 5:7; He. 10:12). La muerte de Cristo no es la de un hombre ante Dios, sino la muerte del Hijo en la que Dios se dice y se da a los hombres. Toda comprensión ascendente de Cristo, tanto de la Persona como de la obra, presupone un descenso previo, como don de Dios a los hombres (Fil. 2:6-11). Toda la obra de Cristo, en toda su dimensión y acción tiene como sujeto a Dios. Dios actúa en Cristo y por Cristo, a favor de los hombres. Jesús traslada a acción y don humanos, la acción y don de Dios, al ser Jesús mismo el Don de Dios en persona.
Una segunda manifestación sobrenatural consistió en el rasgarse de la cortina que separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo en el santuario. Estaba descrita por Moisés (Ex.26:31; 36:35). Josefo habla de ella y escribe:
“Esta casa, como estaba dividida en dos partes, la parte interior era más baja que la apariencia de la exterior, y tenía puertas de oro de cincuenta y cinco codos de altura, y dieciséis de ancho. Pero delante de estas puertas había un velo de iguales dimensiones a las puertas. Era una cortina babilónica; bordada en azul, y en lino fino y escarlata, y de un tejido verdaderamente maravilloso. Y esta mezcla de colores no dejaba de tener su interpretación mística. Porque el escarlata parecía que enigmáticamente significaba el fuego; el lino fino, la tierra; el azul, el aire, y el púrpura el mar; dos de ellos teniendo en sus colores el fundamente de esta semejanza; mas el lino fino y la púrpura tienen su propio origen para tal fundamento, ya que la tierra produce el uno y el mar la otra. Esta cortina también tenía bordado sobre ella todo lo que era místico en los cielos. El grosor de la cortina correspondía con su gran tamaño, y su resistencia correspondía a su grosor[4].
Lo sorprendente es que la cortina fue rasgada repentinamente y abierta de arriba abajo por la mitad, como hace notar Mateo (Mt. 27:51). Nadie puede pensar que alguien lo hizo, puesto que rasgarla requería una fuerza enormemente mayor que la de cualquier hombre, e incluso la del grupo de sacerdotes que en aquel momento estuviesen ministrando en el santuario. Los dos trozos de la cortina se separaron, dejando ver el Lugar Santísimo y, lo que es más, abriendo paso hacia el lugar donde solo el sumo sacerdote una vez por año, accedía para presentar ante Dios el sacrificio de expiación por el pecado. Probablemente el sonido del rasgarse de la cortina tuvo que haberse oído en todo el santuario, de modo que no fueron los pocos que estarían ministrando en el Lugar Santo, quienes lo apreciaron, sino muchos más. La cortina rasgada indicaba que el ministerio sacerdotal del Antiguo Testamento, había concluido y que Jesús, el mediador del nuevo pacto, abría acceso directo a la presencia de Dios a cuantos creyesen en Él. El creyente tiene ahora libertad para entrar al Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo (He. 10:19). El Señor había dicho que Él era el camino que conducía a Dios y que nadie podía ir al Padre, sino por Él (Jn. 14:6).Este camino de entrada a la presencia de Dios fue inaugurado por Cristo para nosotros y corresponde al Nuevo Pacto, por tanto, es tan nuevo como el pacto al que pertenece. El camino fue inaugurado por Cristo y Él mismo es el camino (Jn. 14:6). La idea de inauguración solemne de la entrada fue oficiada por el Sumo Sacerdote del Nuevo Pacto (He. 10:21). Ese camino provsfaton, nuevo, que como se indica en la cita del Dr. Lacueva, equivale a lo recientemente matado, no obstante a la alusión de muerte, está presente la vida, porque el camino nuevo es también un camino viviente. Por dos razones es vivo o viviente este camino. Primeramente porque el que es camino está vivo. No cabe duda que había estado muerto. La nueva alianza se produce como resultado de Su muerte. El sacrificio expiatorio que solemniza el pacto, lo hace también posible santificando a quienes Dios incorpora en él. Sin esa muerte no habría santificación de lo que anteriormente se ha venido hablando. En segundo lugar porque ese es el único camino que lleva a la vida (Mt. 7:14). Ningún otro camino permite la experiencia de la vida eterna. Este camino es vivo en él mismo, ya que quien murió también resucitó de entre los muertos. El camino es firme porque está establecido en el Mediador único que es Jesucristo (1 Ti. 2:5), quien, al venir al mundo, estableció el puente entre el cielo y la tierra. Este camino comienza ahora en la tierra y termina, como único destino en el cielo. Por esa razón, Jesús dijo que Él es el camino único que lleva a los que transitan por él, a la presencia del Padre, esto es, al santuario celestial donde Cristo mismo entró (Jn. 14:6). Ese camino que sin duda se define por tres sustantivos: camino, verdad y vida, puede adjetivarse para adecuar las palabras de Jesús a la figura de este nuevo acceso como un camino que es vivo y verdadero. Al camino nuevo y vivo que es Cristo se accede por Él mismo, que dijo: “Yo soy la puerta, el que por mí entrare será salvo” (Jn. 10:9). Nadie puede estar en el camino que penetra hasta el santuario celestial sin acceder por la puerta de la gracia mediante la fe en el Salvador (Ef. 2:8-9). Solo quien tiene o está en el Hijo, tiene la vida (Jn. 3:36), y derecho de acceder a la presencia de Dios.
Este camino de entrada atraviesa o pasa por el velo, que impedía acceder al lugar donde Dios manifestaba Su presencia y gloria de una forma especial. Tal suceso era una manifestación del libre paso de todos los creyentes a Dios por medio de Jesucristo. Ya no habría, en adelante, más separación establecida en la Ley, porque había sido resuelta en la muerte del Salvador. De ese modo enseña la carta a los Hebreos la realidad simbolizada en la rotura del velo: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (He. 4:16). Es notable observar que aquel Lugar Santísimo, donde en figura estaba el trono de Dios, no era un lugar de gracia, antes de la Cruz, sino de juicio; es decir, nadie podía entrar en Él, sin que muriese, pero, ahora un trono de gracia, tal es el cambio operado por la obra de Jesús. La aproximación a la presencia de Dios no reviste inquietud alguna, por lo que debe hacerse con confianza; con la seguridad y presencia de ánimo que comunica la cancelación del problema del pecado. El Sumo Sacerdote, Jesús, hizo la expiación por el pecado personal del creyente (1 Jn. 2:1-2), por tanto, puede acercarse al trono de Dios, que es trono de gracia. En esa confianza de una propiciación hecha, se presentaba ante Dios el publicano en la antigua dispensación y cuando oraba y decía: “Dios se propicio a mí, pecador” (18:13), lo hacía sabiendo que dentro del Lugar Santo estaba una porción de la sangre del sacrificio expiatorio por lo que Dios le era propicio. El eterno Sumo Sacerdote esta sentado en ese trono celestial e interesado y capacitado para compadecerse de las debilidades y flaquezas personales (He. 1:3, 13; 4:15).
El camino de entrada es a través del velo, esto es, de “su carne” (He. 10:20), de modo que el acceso a Dios obedece al sacrificio perfecto de Cristo. La santificación se produce a causa del cuerpo de Jesucristo (He. 10:10). La entrada al Santísimo se abre por “la sangre de Cristo”. Aquel velo rasgado es figura de la suprema liberad del creyente. Antes había prohibición de entrar, ahora hay libertad para hacerlo. Tienen acceso todos los que son familia espiritual de Aquel que murió en la Cruz y, por tanto, hijos del mismo Padre (Ef. 2:19). En contraste con las restricciones y temor de los antiguos, el creyente de la actual dispensación tiene libertad, para entrar a la presencia de Dios. En la antigua alianza no podían entrar todos, sólo una vez al año el sumo sacerdote. Había un temor, más que de respeto, de miedo, que les hacía estar expectantes esperando la salida del sumo sacerdote, para saber si el sacrificio era acepto. Es más, se dice que solían atar una cuerda al tobillo del sumo sacerdote para poder sacarlo del Lugar Santísimo, en caso que de muriese en él. El lugar a que accede el creyente con libertad es al Santísimo, referencia al lugar donde Dios manifiesta Su presencia y gloria. El creyente tiene, por tanto, libertad para acceder a la misma presencia de Dios. La razón de la libertad para el acceso descansa en la “sangre de Jesucristo”. El Sumo Sacerdote, Jesús, entró una vez para siempre en el santuario celestial por Su propia sangre (He. 9:12) y por esa misma sangre que expresa la realidad de Su sacrificio perfecto, otorga a los Suyos igual derecho. En razón de ese sacrificio el creyente es purificado (He. 9:14). Perfeccionado en Cristo, Su pueblo tiene libertad y derecho para entrar en el santuario. Su pueblo ha venido a serlo en razón de la conversión, lo que supone el acto de obediencia y humildad en que se reconoce incapaz e indigno para alcanzar esa posición y la recibe por gracia mediante la fe.
Samuel Pérez Millos
[1] Juan Calvino. Instituciones, vol. 1, pág. 382.
[2] Agustín de Hipona. Tratado sobre la Santísima Trinidad, IV, 14, 19.
[3] R. C. H. Lensky, o.c., pág. 620.
[4] Josefo. Guerras, 5, 5, 4.